El viaje

Con la absurda exactitud a que más adelante tendríamos que acostumbrarnos, los alemanes tocaron diana. Al terminar, Wieviel Stück?, preguntó el alférez; y el cabo saludó dando el taconazo, y le contestó que las «piezas» eran seiscientos cincuenta, y que todo estaba en orden; entonces nos cargaron en las camionetas y nos llevaron a la estación de Carpi. Allí nos esperaba el tren y la escolta para el viaje. Allí recibimos los primeros golpes: y la cosa fue tan inesperada e insensata que no sentimos ningún dolor, ni en el cuerpo ni en el alma. Sólo un estupor profundo: ¿cómo es posible golpear sin cólera a un hombre?


Los vagones eran doce, y nosotros seiscientos cincuenta; en mi vagón éramos sólo cuarenta y cinco, pero era un vagón pequeño. Aquí estaba, ante nuestros ojos, bajo nuestros pies, uno de los famosos trenes de guerra alemanes, los que no vuelven, aquéllos de los cuales, temblando y siempre un poco incrédulos, habíamos oído hablar con tanta frecuencia. Exactamente así, punto por punto: vagones de mercancías, cerrados desde el exterior, y dentro hombres, mujeres, niños, comprimidos sin piedad, como mercancías en docenas, en un viaje hacia la nada, en un viaje hacia allá abajo, hacia el fondo.


Esta vez, dentro íbamos nosotros. Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no es posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta de que lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta. Los momentos que se oponen a la realización de uno y otro estado limite son de la misma naturaleza: se derivan de nuestra condición humana, que es enemiga de cualquier infinitud. Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente conocimiento del futuro; y ello se llama, en un caso, esperanza y en el otro, incertidumbre del mañana.


Se opone a ello la seguridad de la muerte, que pone limite a cualquier gozo, pero también a cualquier dolor. Se oponen a ello las inevitables preocupaciones materiales que, así como emponzoñan cualquier felicidad duradera, de la misma manera apartan nuestra atención continuamente de la desgracia que nos oprime y convierten en fragmentaria, y por lo mismo en soportable, su conciencia.


Fueron las incomodidades, los golpes, el frío, la sed, lo que nos mantuvo a flote sobre una desesperación sin fondo, durante el viaje y después. No el deseo de vivir, ni una resignación consciente: porque son pocos los hombres capaces de ello y nosotros no éramos sino una muestra de la humanidad más común. Habían cerrado las puertas en seguida pero el tren no se puso en marcha hasta por la tarde. Nos habíamos enterado con alivio de nuestro destino. Auschwitz: un nombre carente de cualquier significado entonces para nosotros pero que tenía que corresponder a un lugar de este mundo.

El tren iba lentamente, con largas paradas enervantes. Desde la mirilla veíamos desfilar las altas rocas pálidas del valle del Ádige, los últimos nombres de las ciudades italianas. Pasamos el Breno a las doce del segundo día y todos se pusieron en pie pero nadie dijo una palabra. Yo tenía en el corazón el pensamiento de la vuelta, y se me representaba cruelmente cuál debería ser la sobrehumana alegría de pasar por allí otra vez, con unas puertas abiertas por donde ninguno desearía huir, y los primeros nombres 7 italianos... y mirando a mi alrededor pensaba en cuántos, de todo aquel triste polvo humano, podrían estar señalados por el destino. Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan sólo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado.


Sufríamos de sed y de frío: a cada parada pedíamos agua a grandes voces, o por lo menos un puñado de nieve, pero en pocas ocasiones nos hicieron caso; los soldados de la escolta alejaban a quienes trataban de acercarse al convoy. Dos jóvenes madres, con sus hijos todavía colgados del pecho, gemían noche y día pidiendo agua. Menos terrible era para todos el hambre, el cansancio y el insomnio que la tensión y los nervios hacían menos penosos: pero las noches eran una pesadilla interminable.


Pocos son los hombres que saben caminar a la muerte con dignidad, y muchas veces no aquéllos de quienes lo esperaríamos. Pocos son los que saben callar y respetar el silencio ajeno. Nuestro sueño inquieto era interrumpido frecuentemente por riñas ruidosas y fútiles, por imprecaciones, patadas y puñetazos lanzados a ciegas para defenderse contra cualquier contacto molesto e inevitable. Entonces alguien encendía la lúgubre llama de una velita y ponía en evidencia, tendido en el suelo, un revoltijo oscuro, una masa humana confusa y continua, torpe y dolorosa, que se elevaba acá y allá en convulsiones imprevistas súbitamente sofocadas por el cansancio.

Desde la mirilla, nombres conocidos y desconocidos de ciudades austríacas, Salzburgo, Viena; luego checas, al final, polacas. La noche del cuarto día el frío se hizo intenso: el tren recorría interminables pinares negros, subiendo de modo perceptible. Había nieve alta. Debía de ser una vía secundaria, las estaciones eran pequeñas y estaban casi desiertas. Nadie trataba ya, durante las paradas, de comunicarse con el mundo exterior: nos sentíamos ya «del otro lado».


Hubo entonces una larga parada en campo abierto, después continuó la marcha con extrema lentitud, y el convoy se paró definitivamente, de noche cerrada, en mitad de una llanura oscura y silenciosa. Se veían, a los dos lados de la vía, filas de luces blancas y rojas que se perdían a lo lejos; pero nada de ese rumor confuso que anuncia de lejos los lugares habitados. A la luz mísera de la última vela, extinguido el ritmo de las ruedas, extinguido todo rumor humano, esperábamos que sucediese algo.


Junto a mí había ido durante todo el viaje, aprisionada como yo entre un cuerpo y otro, una mujer. Nos conocíamos hacía muchos años y la desgracia nos había golpeado a la vez pero poco sabíamos el uno del otro. Nos contamos entonces, en aquel momento decisivo, cosas que entre vivientes no se dicen. Nos despedimos, y fue breve; los dos al hacerlo, nos despedíamos de la vida.


Ya no teníamos miedo. Nos soltaron de repente. Abrieron el portón con estrépito, la oscuridad resonó con órdenes extranjeras, con esos bárbaros ladridos de los alemanes cuando mandan, que parecen dar salida a una rabia secular. Vimos un vasto andén iluminado por reflectores. Un poco más allá, una fila de autocares. Luego, todo quedó de nuevo en silencio.


Alguien tradujo: había que bajar con el equipaje, dejarlo junto al tren. En un momento el andén estuvo hormigueante de sombras: pero teníamos miedo de romper el silencio, todos se agitaban en torno a los equipajes, se buscaban, se llamaban unos a otros, pero tímidamente, a media voz. Una decena de SS estaban a un lado, con aire indiferente, con las piernas abiertas.


En determinado momento empezaron a andar entre nosotros y, en voz baja, con rostros de piedra, empezaron a interrogarnos rápidamente, uno a uno, en mal italiano. No interrogaban a todos, sólo a algunos. «¿Cuántos años? ¿sano o enfermo?» y según la respuesta nos señalaban dos direcciones diferentes. 8 Todo estaba silencioso como en un acuario, y como en algunas escenas de los sueños.


Esperábamos algo más apocalíptico y aparecían unos simples guardias. Era desconcertante y desarmante. Hubo alguien que se atrevió a preguntar por las maletas: contestaron: «maletas después»; otro no quería separarse de su mujer: dijeron «después otra vez juntos»; muchas madres no querían separarse de sus hijos: dijeron «bien, bien, quedarse con hijo». Siempre con la tranquila seguridad de quien no hace más que su oficio de todos los días; pero Renzo se entretuvo un instante de más al despedirse de Francesca, que era su novia, y con un solo golpe en mitad de la cara lo tumbaron en tierra; era su oficio de cada día.


En menos de diez minutos todos los que éramos hombres útiles estuvimos reunidos en un grupo. Lo que fue de los demás, de las mujeres, de los niños, de los viejos, no pudimos saberlo ni entonces ni después: la noche se los tragó, pura y simplemente.


Hoy sabemos que con aquella selección rápida y sumaria se había decidido de todos y cada uno de nosotros si podía o no trabajar útilmente para el Reich; sabemos que en los campos de Buna-Monowitz y Birkenau no entraron, de nuestro convoy, más que noventa y siete hombres y veintinueve mujeres y que de todos los demás, que eran más de quinientos, ninguno estaba vivo dos días más tarde.


Sabemos también que por tenue que fuese no siempre se siguió este sistema de discriminación entre útiles e improductivos y que más tarde se adoptó con frecuencia el sistema más simple de abrir los dos portones de los vagones, sin avisos ni instrucciones a los recién llegados. Entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras de gas.


Así murió Emilia, que tenía tres años; ya que a los alemanes les parecía clara la necesidad histórica de mandar a la muerte a los niños de los judíos. Emilia, hija del ingeniero Aldo Levi de Milán, que era una niña curiosa, ambiciosa, alegre e inteligente a la cual, durante el viaje en el vagón atestado, su padre y su madre habían conseguido bañar en un cubo de zinc, en un agua tibia que el degenerado maquinista alemán había consentido en sacar de la locomotora que nos arrastraba a todos a la muerte.


Desaparecieron así en un instante, a traición, nuestras mujeres, nuestros padres, nuestros hijos. Casi nadie pudo despedirse de ellos. Los vimos un poco de tiempo como una masa oscura en el otro extremo del andén, luego ya no vimos nada. Emergieron, en su lugar, a la luz de los faroles, dos pelotones de extraños individuos. Andaban en formación de tres en tres, con extraño paso embarazado, la cabeza inclinada hacia adelante y los brazos rígidos.


Llevaban en la cabeza una gorra cómica e iban vestidos con un largo balandrán a rayas que aun de noche y de lejos se adivinaba sucio y desgarrado. Describieron un amplio círculo alrededor de nosotros, sin acercársenos y, en silencio, empezaron a afanarse con nuestros equipajes y a subir y a bajar de los vagones vacíos.

Vamos hacia abajo

Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco, pero habíamos comprendido algo. Ésta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así. Sin saber cómo, me encontré subido a un autocar con unos treinta más; el autocar arrancó en la noche a toda velocidad; iba cubierto y no se podía ver nada afuera pero por las sacudidas se veía que la carretera tenía muchas curvas y cunetas. ¿No llevábamos escolta? ¿...tirarse afuera?

Demasiado tarde, demasiado tarde, todos vamos hacia «abajo». Por otra parte, nos habíamos dado cuenta de que no íbamos sin escolta: teníamos una extraña escolta. Era un soldado alemán erizado de armas; no lo vemos porque hay una oscuridad total, pero sentimos su contacto duro cada vez que una sacudida del vehículo nos arroja a todos en un montón a la derecha o a la izquierda. Enciende una linterna de bolsillo y en lugar de gritarnos «Ay de vosotras, almas «depravadas» nos pregunta cortésmente a uno por uno, en alemán y en lengua franca, si tenemos dinero o relojes para dárselos: total, no nos van a hacer falta para nada.


No es una orden, esto no está en el reglamento: bien se ve que es una pequeña iniciativa privada de nuestro caronte. El asunto nos suscita cólera y risa, y una extraña sensación de alivio.  En el fondo El viaje duró sólo una veintena de minutos. Luego el autocar se detuvo y vimos una gran puerta, y encima un letrero muy iluminado (cuyo recuerdo todavía me asedia en sueños): ARBEIT MACHT FREI, el trabajo nos hace libres.


Bajamos, nos hacen entrar en una sala vasta y vacía, ligeramente templada. ¡Qué sed teníamos! El débil murmullo del agua en los radiadores nos enfurecía: hacía cuatro días que no bebíamos. Y hay un grifo: encima un cartel donde dice que está prohibido beber porque el agua está envenenada. Estupideces, a mí me parece evidente que el cartel es una burla, «ellos» saben que nos morimos de sed y nos meten en una sala, y hay allí un grifo, y Wassertrinken verbotten.


Yo bebo, e incito a mis compañeros a hacerlo, pero tengo que escupir, el agua está tibia y dulzona, huele a ciénaga. Esto es el infierno. Hoy, en nuestro tiempo, el infierno debe de ser así, una sala grande y vacía y nosotros cansados teniendo que estar en pie, y hay un grifo que gotea y el agua no se puede beber, y esperamos algo realmente terrible y no sucede nada y sigue sin suceder nada.


¿Cómo vamos a pensar? No se puede pensar ya, es como estar ya muertos. Algunos se sientan en el suelo. El tiempo trascurre gota a gota. No estamos muertos; la puerta se ha abierto y ha entrado un SS, está fumando. Nos mira sin prisa, pregunta, Wer kann Deutsch?, se adelanta de entre nosotros uno que no he visto nunca, se llama Flesch; él va a ser nuestro intérprete.


El SS habla largamente, calmosamente: el intérprete traduce. Tenemos que ponernos en filas de cinco, separados dos metros uno de otro; luego tenemos que desnudarnos y hacer un hato con las ropas de una manera determinada, las cosas de lana por un lado y todo lo demás por otro, quitarnos los zapatos pero tener mucho cuidado para que no nos los roben. Robárnoslos ¿quién? ¿Por qué iban a querer robarnos los zapatos? ¿Y nuestros documentos, lo poco que tenemos en los bolsillos, los relojes?


Todos miramos al intérprete, y el intérprete le preguntó al alemán, y el alemán fumaba y lo miró de hito en hito como si fuese transparente, como si no hubiese dicho nada. Nunca habíamos visto a viejos desnudos. El señor Bergmann llevaba un cinturón de herniado y le preguntó al intérprete si tenía que quitárselo, y el intérprete se quedó dudando.


Pero el alemán lo entendió y habló seriamente al intérprete señalando a algunos; vimos que el intérprete tragaba saliva, y después dijo: -El alférez dice que se quite el cinturón y que le darán el del señor Coen. Se veían las palabras salir amargamente de la boca de Flesch, era su modo de reírse del alemán. Luego llegó otro alemán, y dijo que pusiésemos los zapatos en una esquina, y los pusimos, porque ya no hay nada que hacer y nos sentimos fuera del mundo y lo único que nos queda es obedecer.


Llega uno con una escoba y barre todos los zapatos, fuera de la puerta, en un montón. Está loco, los mezcla todos, noventa y seis pares, estarán desparejados. La puerta da al exterior, entra un viento helado y nosotros estamos desnudos, y nos cubrimos el vientre con las manos. El viento golpea y cierra la puerta; el alemán vuelve a abrirla y se queda mirando con aire absorto cómo nos contorsionamos para protegernos del viento los unos tras de los otros; luego se va y cierra.


Ahora es el segundo acto. Entran violentamente cuatro con navajas de afeitar, brochas y maquinillas rapadoras, llevan pantalones y chaquetas a rayas, un número cosido sobre el pecho; tal vez son de la misma clase que aquellos otros de esta tarde (¿esta tarde o ayer por la tarde?); pero éstos están robustos y floridos. Les hacemos muchas preguntas, pero ellos nos cogen y en un momento nos encontramos pelados y rapados. ¡Qué caras de idiotas tenemos sin pelo! (...)

Extracto de "Si esto es un hombre" de primo Levi.

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